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Relato «Lo que hace a un sabio»

Qué dolor de cabeza, por favor. Nunca más voy a repetir esa mezcla de anoche.

Mi estómago me recuerda al gruñido de un león moribundo, como los del Zoológico.

Algo tengo que tener en la heladera, no puede ser. A ver: una leche —vencida seguro. Hummm… Sí: vencida, nomás—. Una manzana. Un yogur —¿qué hace un yogur en mi heladera? Mi vieja, seguro—. Una zanahoria machucada… Uf, el sanguijuela de mi hermano ayer se liquidó todo, qué hijo de puta. Ya va a ver, el gordo moflete ese, y la puta que lo parió. Por culpa de él, chau andar de entrecasa: voy a tener que ir al chino, nomás.

Salgo al palier y toco el botón del ascensor. Claro: no funca. Bárbaro, quince pisitos a pata.

¡Gordo, cómo te odio!

Camino las tres cuadras hasta el chino en pleno mediodía con este sol de locos. ¡Ni una sombra en esta ciudad de mierda! El sol pega más que el chino Maidana.

¡Ja! Hablando del chino… estos chinos del orto apestan, el vaho se siente en el aire; no sé qué comen, pero seguro que de Cormillot no lo sacan.

Entro.

—Hola.

El chino me responde, aunque ni idea tengo acerca de qué dice.

Su hedor amarillo me pega en la jeta. Cualquiera que pase al lado mío pensará que estoy emocionado, pero las lágrimas son de pura resignación ante esa peste a la que uno nunca puede acostumbrarse.

Agarro de las grasientas góndolas todo lo que pienso lastrarme y me enfrento al chino y a su más grandiosa amiga: la caja. Me siento en un western, en el momento del duelo.

Cincuenticuato —me dice el chino, a lo que le tiendo un billete de cien—. Cambio, dele, ¿má chico tené? ¿No? —Niega con la cabeza con espasmos robóticos.

—No tengo, jefe.

Chista con la boca, sigue negando, y de mala gana saca de la caja los billetes. Pero se detiene y guarda algunos. Al toque agarra del costado una bolsita, justo al lado de uno de esos gatitos raros, dorados, con la manito que sube y baja como gozándome. Me da todo junto.

—No tener cambio, veinte peso y galletita. Buena suete.

—¿Pero cuánto sale esta galletita de mierda?

—Buena suete, buena suete. Tené que hacé cuenta.

El gatito me sonríe, burlón ―lo cual equivale a decir que se me está cagando soberanamente de la risa―. Una vieja detrás de mí me pregunta si me falta mucho. A punto de mandarla a cagar, opto por ignorarla.

Abro el paquete. Rompo la galletita en la caja sólo para desperdigar las migas en la cara del chino, y me la mando. Abro de curioso el rollito que contenía: una frase en garabatos chinos.

Le pregunto qué dice.

—Tres simples zapateros hacen un sabio.

¡Y lo pronuncia perfecto, qué loco! Y ahí me doy cuenta: desde que nos conocemos que me viene saraseando. Ah, pero esta no se la dejo pasar ni mamado con sake.

—Sí ―digo―, y tres tristes tigres comen trigo en un trigal, forro.

¡Tomá, sobala! Li o como mielda se llame quedalse mudo. Me mira con los ojos bien abiertos. Bueno, eso intenta: hace lo que puede por abrirlos, digamos, porque siempre parece que está dudando de nosotros, estrechando así los párpados. Mi vieja me decía que eran oblicuos de nacimiento, pero a mí que no me jodan: estos son más desconfiados que mi tía Petunia. ¡Ah, mi tía Petunia, alto guiso se mandaba la viejarda! De sólo pensarlo se me hace agua la boca. Uh, hablando de boca, ¿cómo habrá salido el partido?

Bueno, este chino me hace perder el tiempo: ahora tengo que esperar para saber si tiene algo que responder.

Nada, sigue pensando.

¡Ahí! Ya está por decir y… No, nada. ¡Qué embole!

—Sí, un…

Eso, ahí viene. ¿Qué me dirá?

—Si un tigre está triste, entonces un sabio sabe qué zapatos comprar.

¡Fah, loco, es terrible! ¿Y ahora qué le digo? Siempre con sus ocurrencias, cerrando una lógica más allá de toda lógica. ¿Vendrá de otro mundo?

Un momento: tiene una falla lo que dijo. A ver si le mando que…

—… con tres tigres el sabio está triste, y los zapateros no tienen comprador. ¡Jaque mate! ―añadí; y claro: acababa de ponerlo entre la katana y la caja registradora, chino puto.

El chino suda un amarillo sudor: mi mente sobrenatural lo ensombrece como un gigante a una hormiga. El fin está cerca.

—El sabio…, el sabio ir complá y… Y un tigle… ¿Tené moneda?

No puede más: su cabeza tiembla, convulsiona. Las viejas se alejan entre llantos, me gritan:

―¡Animal!

―¡Loco!

El chino sufre espasmos, sus ojos lloran lágrimas de arroz y salsa de soja.

Empiezo a alejarme, despacito. Unos segundos después, Li explota en mil pedazos bañándome en un ácido verde y fétido.

Automáticamente reacciono.

El chino me mira en silencio y con la mano tendida.

La vieja sigue resoplando.

Leo el papelito que llevo en la mano, escrito en perfecto español:

Tres simples zapateros hacen un sabio, pero una galletita china te hace alucinar.

Hace algunos años, durante una de las sesiones del Taller Literario de la Luna Llena, surgió un ejercició literario interante. La coordinadora trajo una bolsa de galletitas chinas de la fortuna. Nos pidió que agarráramos una y que la abriéramos para ver qué nos había tocado.

Ahora bien, a partir de la frase destinada a nosotros, debíamos escribir ahí mismo un relato breve. La mía decía «
Tres simples zapateros hacen a un sabio«.

Este que leyeron fue el resultado, después de haber pasado por algunas correcciones, incluyendo la última realizada en el taller de Marcelo di Marco.


¡Hasta pronto!

1 comentario en «Relato «Lo que hace a un sabio»»

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